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Cultura + derechos + instituciones

Jill Lane & Marcial Godoy-Anativia | New York University

“Un cuerpo en un escenario público instaura inmediatamente una postura. Una posición en el espacio físico es también una posición política” escribe el director de teatro colombiano Rolf Abderhalden.Los que trabajan en el teatro reconocen de inmediato que su materia prima—los cuerpos en el espacio—son inseparables de las normas y códigos que rigen las esferas públicas en las que operan e intervienen: una postura pública es siempre, en parte, una postura política. Su colega colombiano, el artista visual José Alejandro Restrepo (cuyo trabajo aparece en este número) abre su ensayo “Cuerpo gramatical” con una reflección similar: ““El cuerpo aparece en una encrucijada, en un cruce de caminos, donde se encuentran y chocan permanentemente la historia, el mito, el arte y la violencia.” Restrepo agrega: “De manera traumática o de forma sutil siempre es posible leer estos cuerpos gramaticalmente, como emisores de signos y como superficies de inscripción”. En este tráfico de sentido, entre signos generados desde el cuerpo y otros inscritos sobre este, ingresamos propiamente al campo del performance y la política a través de la investigación de las relaciones reciprocas y constitutivas entre los cuerpos y lo(s) público(s). Para Restrepo, la “gramática” en cuestión es la de la violencia, la cual él cataloga por medio de una “anatomía política” que hace visible sus lógicas—las mismas que han formado y deformado los cuerpos colombianos. Abderhalden, por su parte, en obras como Testigo de las ruinas, ubica cuerpos justo en el lugar de su despojo por el estado para reflejar sobre procesos similares. El cuerpo en un escenario público produce posturas y la posibilidad de levantar demandas desde y sobre el lugar que ocupa.

¿Cuáles son las lógicas a través de las cuales el performance puede articular posturas en y sobre lo público y lo político? Este número de e-misférica es producto de una serie de conversaciones, eventos y debates en torno al tema de los “derechos culturales” que culminaron en el Séptimo Encuentro del Instituto Hemisférico de Performance y Política realizado en la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá en agosto del 2009 bajo el titulo de “Ciudadanías en escena: entradas y salidas de derechos culturales”. El ímpetu inicial detrás de estas reflexiones fue, en parte, el hecho que el “derecho a la cultura” había sido nombrado explícitamente en años recientes en las constituciones de un número importante de países latinoamericanos, entre ellos Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, El Salvador, Guatemala, Perú y Venezuela. Por un lado, estábamos concientes que estos instrumentos legales son utilizados por distintas comunidades y pueblos para protegerse de los efectos del racismo, la explotación capitalista y las reformas neoliberales, en el sentido en que les permiten plantear sus creencias religiosas, prácticas sexuales, conocimientos medicinales y lenguaje como “cultura” a la cual tienen un derecho inajenable. También estábamos concientes, sin embargo, que estos mismo instrumentos son utilizados con cinismo por estados que los han incorporado formalmente a sus marcos legales y que utilizan la elegancia e inclusividad de una ley que protege a la cultura como una forma de desmentir la ausencia de dichas protecciones en la práctica. Nuestro objetivo no fue recopilar una catálogo de estas historias, sino levantar una reflexión crítica junto a nuestros colegas académicos, artistas y activistas justamente sobre la confluencia de estos dos términos. La pregunta que emerge de dicho ejercicio es ¿En qué forma se alteran o transforman las nociones de “cultura” y “derechos”, y los discursos que condensan, en este encuentro?

En este sentido, los derecho culturales propician un debate acerca de la naturaleza de la ciudadanía contemporánea y sus instituciones: ¿Sobre qué soportes se erige la demanda por derechos culturales de individuos o colectividades? ¿Es el estado-nación el garante de dichos derechos, o son estos una extensión de los derechos humanos que se desprenden de una legalidad supra-nacional? Puesto de otra forma, ¿Es la “cultura” necesariamente consonante con la nación y hasta que punto tiene que ser verosímil y practicable dentro del espacio y la pertenencia nacional? En su ensayo “Derechos naturales, derechos culturales y las políticas de la memoria”, Andreas Huyssen explica que los movimientos por los derechos culturales emergen en torno a los derechos de minorías y pueblos originarios dentro del estado-nación como “una formación de reacción frente a la globalización y la amenaza de homogenización cultural como efecto del capital financiero, el desarrollismo, el consumismo desatado y el inglés global”. La figura de los derechos culturales incluida en las constituciones nacionales le exige al estado la protección de comunidades minoritarias frente a formaciones transnacionales cada vez más potentes. Por otro lado, en muchos casos es justamente el despojo a manos de estos mismos estados lo que hace estas protecciones necesarias. En este contexto, los derechos culturales se inscriben dentro de la tradición del derecho humanitario internacional, la cual moviliza instrumentos del derecho universal para fiscalizar el cumplimiento por parte de estados individuales. Por esto mismo, los derecho culturales apuntan a una urgente tensión entre la ciudadanía nacional y lo que ha sido llamado la “ciudadanía posnacional”, una categoría muy debatida que nombra el accionar político de comunidades que exceden las fronteras de la nación y de la cual el derecho humanitario internacional es fuente y modelo. En su ensayo, Huyssen propone que la tradición del derecho natural, en vez de los derechos humanos, podría ser mas eficaz en la negociación y legitimación de los distintos niveles—el local, nacional y global—en los cuales se ubican las demandas por los derechos culturales.

El performance es central en estos debates porque las “culturas” que exigen protecciones legales tienden a ser manifestadas a través del performance: la fiesta, el ritual, las prácticas religiosas, el lenguaje. La naturaleza efímera y colectiva del performance nunca ha logrado traducirse a los protocolos de la propiedad privada o la autoría individual, y a menudo estas han quedado afuera de las protecciones legales que rigen la propiedad y derechos de autoría intelectual. Mientras que UNESCO ha intentado valorizar y proteger la producción cultural basada en el performance a través de la implementación de un acuerdo internacional sobre el “patrimonio intangible”, los estudiosos del performance continúan generando y participando en debates sobre como el performance puede y/o debe ser incorporado a la ley.

En segundo lugar, en la medida que el performance pasa a ser una herramienta para reclamar derechos, también promete la transformación de la lógica de los derechos y la representación política más ampliamente. Este argumento es avanzando con fuerza por Gisela Cánepa-Koch en su ensayo en este número, “Esfera pública y derechos culturales: la cultura como acción”. Tomando como ejemplo clave las fiestas religiosas en el Centro Histórico de Lima de migrantes recientes provenientes de la sierra, Cánepa insiste que el valor de estas prácticas performáticas no reside primordialmente en su función representacional, es decir en su capacidad de “expresar” o “representar” las identidades regionales y locales de estas comunidades frente a la resistencia y el racismo limeño. Más bien, arguye Cánepa, estas fiestas deben ser entendidas como acción cultural con fuerza performativa propia—performativa en el sentido que J.L. Austin y sus interlocutores más recientes le dan al concepto como un acto que materializa lo que representa en el momento de su representación. A través de estas performances, esta comunidad “minoritaria” va gradualmente transformando el carácter del Centro Histórico y sus sentidos y también los paisajes de la religiosidad limeña. Jesús Martín Barbero, en su prólogo al programa del Encuentro en Bogotá ofrece un reflexión similar: “Desde esa perspectiva descubrimos que los saberes sociales no están ahí sólo para ser acumulados y transmitidos sino para ser ejercidos ciudadanamente, esto es actuados performativamente”. El énfasis aquí no es en la representación, si no en la acción. El derecho en cuestión no es el derecho a entrar al terreno de la representación, sin no el derecho a definir sus categorías y sentidos.

Dadas estas consideraciones, no es de extrañar que muchas de las reflexiones sobre la cultura y los derechos en este número fijen su atención en las instituciones que vinculan a los actores sociales con públicos más amplios. En su ensayo sobre formación del sujeto y ciudadanía en las comunidades indígenas de Canadá, Peter Kulchyski nos recuerda que la tendencia en las humanidades de teorizar la política de identidad en un registro social más que uno institucional puede llevar a “una política individualista, voluntarista". Comenta que “aunque cambiar la manera en que ciertos cuerpos son valorados en el campo visual requiere del arte audaz de artistas individuales, la creación de las condiciones en el campo de lo social para que dicho trabajo sea aceptable, incorporable al lenguaje, exige de una relación con el cambio estructural que no se puede gestar sin una articulación con las instituciones hegemónicas." Como Huyssen, Kulchyski privilegia el derecho y reflexiona sobre dos precedentes tempranos que le otorgan al “indio” subjetividad legal. Tanto el “Acto de Civilización” de 1858 como el “Acto Indio” de 1876 definieron el proceso mediante el cual los indígenas podrían acceder a la ciudadanía canadiense. Las mismas leyes que pretendían asimilar a los indios a una ciudadanía mayor, argumenta, tuvieron el efecto contrario: crearon un marco jurídico para el estatus de “indio” y definieron los mecanismos que estos podían utilizar para no perder ese denominación legal.

En este campo institucional, la universidad—a la cual hemos dedicado el dossier de este número—es también una instancia clave. La Universidad Nacional de Colombia, la principal universidad pública de ese país, fue la sede del Encuentro de Bogotá. Este espacio universitario—su rica historia de movimientos políticos, sus barrocos grafitis, su Plaza Che, su estatus autónomo y su rica cultura intelectual y artística—fue el soporte de diversas propuestas estéticas y debates intelectuales que, en distintos grados, derivaron su potencia y eficacia expresiva de este lugar de enunciación. El artista visual Pedro Lasch, por ejemplo, utilizó las paredes exteriores del museo de arte de la universidad como el lienzo para la última versión de su proyecto "Latino/a America", un mural de grande escala con múltiples mapas de las Américas. Grafiteros locales fueron invitados a completar el mural en el transcurso de los diez días del Encuentro. (La "rata capitalista" que sirve de tapa de este número proviene de este mural.) Para Lasch, el mural representó un intento de "abrir el museo y la universidad hacia el exterior, hacia la calle", y también generar un "diálogo dinámico e internacional sobre el arte de la calle y la cultura del rayado dentro de la universidad y la ciudad en general". Por otro lado, la artista cubana Tania Bruguera fue fuertemente criticada por su performance Sin Título (Bogotá 2009)—en la cual distribuyo cocaína para el consumo del público mientras hablaban actores y víctimas del conflicto armado colombiano—justamente por ignorar o no tomar en cuenta las consecuencias de realizar dicha acción en el campus de la universidad pública en un momento en el cual tanto su autonomía como su financiamiento están siendo socavados por el gobierno de Álvaro Uribe y otras fuerzas políticas en el país.

El dossier pretende darle densidad analítica y política al espacio de la universidad en las Américas como lugar de expresión, creatividad y lucha. Nuestro título, “Afuera dentro de la Universidad” cita el conocido libro de Gayatri Spivak, Outside in the teaching machine, que se traduce literalmente a “Afuera dentro de la máquina de la enseñanza”. Mientras que Spivak se preguntó cuál sería el impacto de la presencia de "los estudios de la marginalidad" dentro la “máquina de la enseñanza” que anteriormente los excluía, nosotros nos preguntamos cómo tales límites han sido configurados en distintas universidades a lo largo de las Américas. Al igual que Spivak, nos interesan las formas del “accionar institucional" que surgen en, a través y en contra de la universidad. Invitamos a un grupo de académicos, artistas y activistas a reflexionar sobre las tensiones generadas por el arte, la protesta y la crítica social dentro del espacio universitario. Aunque muchas veces apartado territorialmente (el campus, la ciudad universitaria) o legalmente (la autonomía), este espacio está siempre estrechamente ligado a las estructuras y conflictos de las sociedades. Los autores, que escriben desde Bogotá, Lima, San Diego, Nueva York, San Juan, y São Paolo, exploran las contradicciones políticas e institucionales que existen entre las tradiciones de autonomía y autogobierno de la universidad y las exigencias impuestas por la neoliberalización, haciendo énfasis en las prácticas expresivas e intelectuales que estas tensiones y conflictos generan.

Por último, muchos de los artistas y los autores en este número se enfocan en las instituciones relacionadas con la práctica del arte o de su exposición, una vez más explorando la fricción entre la creación y su inserción institucional. En su ensayo "Lo político en el arte", Nelly Richard examina dos configuraciones históricas de la relación entre arte y política en Chile: el arte de compromiso, asociado con el gobierno de la Unidad Popular, y el arte de vanguardia que surgió dentro de la Escena de Avanzada chilena en el período de la dictadura militar. Richard nos recuerda que durante los años de la dictadura militar ambas fueron expulsadas del museo y la universidad, y analiza las condiciones de su actual reinstitucionalización en el contexto de las posdictadura. El Museo Travesti de Giuseppe Campuzano, a su vez, propone un decentramiento radical y un giro “queer” a la noción misma del museo como requisito para su democratización, un punto que también enfatiza Gisela Cánepa-Koch en su ensayo en relación al actual debate en torno al museo de la memoria en el Perú.

Estas tensiones entre el arte y el museo, entre la expresión crítica y su institucionalización, nos remiten a las preguntas más amplias en torno a la cultura, los derechos y la ciudadanía que animan este número. Nuestros colaboradores no solo interrogan el acceso de los ciudadanos a estas instituciones existentes, sino que más bien examinan la participación tanto de las mayorías y como las minorías en la creación de éstas y sus usos sociales. El contexto colombiano, como punto de partida para muchas de las conversaciones en el presente número, nos recuerda de lo mucho que podría estar en juego en estos debates, así como también de la urgente necesidad de un diálogo y una práctica crítica que sean capaces de sostener la amplia gama de perspectivas que necesitan estar presentes en la mesa.



1Rolf Abderhalden, “La Cátedra Manuel Ancízar: ¿Un dispositivo performártico?” en Ciudadanías en escena. Performance y derechos culturales en Colombia. Pablo Vignolo, ed. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2009: 35.