Courtesy of Manuel Ramos Otero Archive, Columbia University Rare Book and Manuscript Library.
En uno de sus relatos más conocidos, "Descuento”, escrito significativamente poco antes de su muerte a causa del sida, Manuel Ramos Otero describe un retrato pintado por su ex amante, el artista puertorriqueño Ángel Rodríguez Díaz, que ilustra la portada de su último libro, Página en blanco y staccato. En el retrato, titulado Tsuchigumo—nombre despectivo que los japoneses dan a una raza mítica de criaturas fantasmales aracniformes y a los despreciados y abyectos renegados—Manuel, vestido con un kimono modernista y blandiendo un ominoso paraguas en forma de garra o tela de araña contra un cielo oscuro y tempestuoso, parece emerger de los antiguos muelles derruidos del río Hudson. Decidido, imperturbable y sereno, Manuel nos pareciera convocar aquí, en este cuadro, a ese “teatro ambulante”, como lo llama él en su “descuento”, que es su caminar. Pero ¿adónde se dirige?—nos podríamos preguntar. No sabríamos decir, pues el retrato lo capta errante, en “tránsito”, en transición, como ha caracterizado su obra, entre otros, Juan G. Gelpí, casi al borde de la pintura, como si estuviera a punto de traspasar su marco, de rebasarlo. Tal vez sea hacia nosotros—aquellos que estamos reunidos aquí, al otro lado de la pintura de Rodríguez Díaz, los espectadores de su performance transeúnte e itinerante, quienes somos inesperadamente tanto el destino como el blanco de su viaje—a quienes se dirige ominosamente ese caminar suyo teatral y espectral.
Puede que no sepamos hacia dónde se dirige, pero todo en el cuento—su título, “Descuento”, el poema que cita, el largo y alegóricamente luctuoso poema sobre la devastación del sida del poeta puertorriqueño Víctor Fragoso, "El regreso de las tortugas”, la referencia a la monstruosa aparición japonesa del abyecto renegado, el multifacético y aracniforme Tsuchigumo—parecería sugerir que Ramos Otero está regresando aquí de un pasado, un origen, un núcleo enmarañadamente traumático e inextricable, que estamos ante la presencia, es decir, de una reaparición obsesiva y fantasmal, un vengativo retorno de lo reprimido, la repentina manifestación de un “espíritu atrasado”, como solía decir Manuel, que busca vindicación, apelando así a una de sus metáforas más preciadas y recurrentes para la creación artística—la del artista como un fervoroso médium espiritista, partero de las voces socialmente excluidas de los otros, incluso o especialmente la del otro que es uno mismo.
Los retornos, ya se sabe, son siempre imposibles, como ha afirmado elocuentemente Ian Chambers, entre otros. Pero son también, a pesar de su imposibilidad, a pesar de la inevitable e inconsolable brecha que se abre entre la visión del exiliado y el paisaje de la patria que se extiende ante sus ojos al final del viaje, comunes, cotidianos, rutinarios y frecuentes en nuestro mundo contemporáneo transnacional, como sostuvo sobre todo el crítico puertorriqueño Juan Flores de manera incisiva y vigorosa poco antes de su muerte a destiempo en un libro lúcido, The Diaspora Strikes Back: Caribeño Tales of Learning and Turning. Los retornos son solamente imposibles pues si los concebimos como un retorno a una esencia inmutable previa, si pensamos en ellos como la reconciliación o el acomodo a un orden armonioso preestablecido, y no como un desfase inevitable, un aplazamiento frustrante y doloroso, un desvío o divergencia siempre decepcionantes al final.
Pero ¿qué tal si los concebimos, como en muchos de los cuentos y poemas de Ramos Otero, como un desafío, un reto, un rebase de deslindes y fronteras, un ajuste de cuentas, una feroz e incondicional demanda del pasado insistentemente refractaria y luctuosa?: “Y si al llegar, Borikén es la misma / que te obligó al exilio, sacrifícala” reza una de las líneas de uno de sus poemas más poderosos de El libro de la muerte, un poema dedicado a Kavafis que compara el regreso del poeta a su isla natal, a su I-Land, como diría ingeniosamente Rubén Ríos Ávila, con el arquetipo de los retornos, el regreso de los soldados de Ulises, ya cansados pero carnalmente experimentados y seguros, a la Ítaca de sus sueños. “Después que cerráramos las ventanas íbamos a quemar las paredes de palma seca del caney de la emperatriz y dejar la Isla para siempre”, afirma el autor en otro de sus regresos narrativos a la tierra natal para enterrar a un amigo, la transexual Corteja de la Vida, en “Inventario mitológico del cuento”, obra que alterna la intención desmitificadora y desconstructora camp con el impulso contrario mitificador. Los retornos también pueden ser entonces afirmativos y combativos, exigir incluso respuestas y cambios al país natal, como ha propuesto la escritora Lina Meruane reciente y brillantemente en su análisis del corpus literario latinoamericano sobre el sida. Pueden convertir, como ha sugerido Maya Horn, esa brecha inevitable e inconsolable que es la visión del migrante que regresa, en una oportunidad para nuevas lecturas, cartografías y significados. Como el gran José Lezama Lima, a quién le gustaba citar a Nietzsche, Manuel pudo haber dicho también: “El que vuelve a los orígenes encontrará orígenes nuevos”.
Manuel Ramos Otero, el poeta del exilio, del eterno desplazamiento, de la fuga y el éxodo, el “sexiliado” que intentó escapar, como ha explicado él, del conservadurismo y la homofobia de su Borikén natal, quien estaba siempre en otro lugar, siempre “dislocado” ya, como han sostenido Ríos Ávila y Jossiana Arroyo, en esa otra isla que él llamó “la otra isla de Puerto Rico”, también fue, quisiera proponer, un poeta del regreso: alguien que se tomó en serio la melancolía, incluso la sensiblera, del exilio y la nostalgia como una oportunidad para volver a sumergirse en las rutas forzadas y abyectas de su desplazamiento, para desenterrarlas, por así decirlo, con el fin de crear rutas y genealogías nuevas, voces y lógicas y ritmos y significados alternos. Y es en efecto por medio de este esfuerzo valiente y ferozmente creativo de asumir y reimaginar estas rutas coloniales y poscoloniales desde la perspectiva del migrante colonial y queer, que Manuel Ramos Otero, podríamos decir, se convierte entre nosotros, tanto en Puerto Rico como en Nueva York, uno de los predecesores de una nueva literatura transnacional alternativa y contestataria que, como han afirmado Yolanda Martínez San Miguel y Lawrence LaFountain Stokes, entre otros, terminará imponiéndose, poco después de su muerte a causa del sida en 1990, en la corriente de vanguardia predominante en la producción literaria y cultural latina de la ciudad de Nueva York y la isla de Puerto Rico.
Quizás no haya ejemplo más claro de la poética del regreso de Ramos Otero como reinvención creativa de las rutas impuestas a la migración colonial que su relato brillantemente cautivador, “Vivir del cuento”, traducido astuta y sagazmente por Joe Chadwick al inglés como “The Scheherazade Complex” [El complejo de Scheherazada]. Relato histórico sobre la migración puertorriqueña a Hawái mediante las nuevas rutas imperiales que la Guerra Hispano-Cubano-Norteamericana de 1898 hizo posibles, “Vivir del cuento” es también una historia narrada colectivamente, que reescribe imaginativamente esas rutas impuestas desde las perspectivas transnacionales de un escritor puertorriqueño queer exiliado en Nueva York, Manuel Ramos Otero; una escritora boricua de la promoción del 70 que ha regresado a su país de Nueva York, la autora Magali García Ramis; una historiadora nuyorican del Bronx que ha emigrado a Hawái, Norma Carr, y un personaje testimonial de ficción nacido en Manatí, Puerto Rico, lugar de nacimiento de Ramos Otero, Monserrate Alvarez, que de niño fue llevado a Hawái en calidad de mano de obra semiesclava para trabajar en las plantaciones de azúcar, y quien les escribe a sus otros interlocutores profesionales desde esa “otra isla de Puerto Rico” que es la colonia de leprosos frente a la costa de Maui, en la isla de Molokai. Sumergiéndose en estas rutas migratorias coloniales globales, los personajes de la historia practican un arte no muy distante del de Scheherazada, la narradora de Las mil y una noches, que bajo la amenaza de muerte le narra al despótico rey Shahryar sus cautivadores e interminables mil y un relatos para aplazar y prolongar su vida y la de las otras mujeres persas del reino. Al igual que su arte, el arte diaspórico y femenino del relato de Ramos Otero despliega un complejo repertorio de estrategias narrativas, digresiones, interrupciones, fugas y escapes que retardan, prolongan y colectiva y rizomáticamente extienden las impuestas rutas compartidas de la migración colonial, aplazando así, aunque no trascendiendo, la muerte y la abyección. Pues al final, para Ramos Otero, no hay un espacio liberador poscolonial, un hogar legítimo y trascendente al cual regresar, raíces o “roots”, como ha advertido Clifford, sólo rutas o “routes”, y toda escritura no es sino el efímero rastro de ceniza, el “staccato” asesino sobre “la página en blanco”, que es el acto colectivo y dialógico del narrar, su caminar teatral, ominosamente performático y rizomático. Porque al final, para Ramos Otero, toda escritura no es sino el residuo luctuoso y dolido de un epitafio.
Sin embargo para mí el ejemplo más conmovedor y apasionante de su reescritura imaginativa de las rutas de la abyección colonial es su cuento “Loca la de la Locura”, publicado originalmente en Reintegro, la revista de artes y cultura puertorriqueña de los 80s. En el que considero uno de los pasajes más hermosamente sobrecogedores de toda la literatura puertorriqueña y latina de Nueva York, la cabaretera travesti, Loca la de la Locura, que ha estado languideciendo en la soledad de la cárcel, en su “jaula del despecho”, por el asesinato de su amante el bugarrón (michê, taxi boy, pinguero o chongo) Nene Lindo (significativamente uno de los apodos de la infancia de Ramos Otero), ha sido puesta en libertad y se prepara para salir de la penitenciaría estatal Oso Blanco, situada entonces en la periferia de la Ciudad de San Juan. “Vencida, pero jamás acorralada”, según reza el texto, invirtiendo así el orden normativo de la frase más convencional “Acorralada, pero nunca derrotada”, para sugerir en lugar de un avance teleológico hacia la libertad, la posibilidad de movimiento, de múltiples movimientos rizomáticos dentro de la derrota, la Loca comienza la larga e intrépida travesía que la llevará de la abyección de la penitenciaría a la marcada visibilidad normativa del centro de la ciudad. Como una Norma Desmond arrabalera que se preparara para recibir el golpe repentino de la luz, y con él el reconocimiento social, y como el decidido e imperturbable caminar performático de Manuel Ramos Otero en la pintura de Rodríguez Díaz, la Loca avanza. Pero su caminar hacia la luz del reconocimiento y la “libertad” es más que un mero seguir la ruta prevista que conduce obligatoriamente a la normatividad citadina; es, al contrario, la asunción del espacio fronterizo, sin asideros, de en medio, otro “desahucio” más, como dice el texto, el despliegue de sucesivas e imaginativas líneas de fuga o derivas, como diría Deleuze, en un intenso y móvil juego foucauldiano de ajedrez con la mirada vigilante de los otros reclusos, quienes, como los ballroom children del Paris Is Burning de Jenny Livingston, constituyen en el cuento un auditorio o público hostil al teatro de movidas bélicas y viajeras de la Loca. Transformando la derrota en derroteros, en rutas marítimas o senderos nuevos, desplegando así lo que lo que Judith Halberstam ha llamado un extraño, inventivo y resistente “arte queer del fracaso”, la Loca se abre paso mediante intrincados e ingeniosos saltos lingüísticos, cambios de ritmo, fantasiosas y agresivas poses corporales y simple, escueta e injustificable soberbia o attitude, movimientos que van dejando a sus pies, como tantas pieles desechadas, la estela de esas otras posibles cartografías urbanas que de Certeau llamó “ciudades inmigrantes” o “migratorias”:
Después del almuerzo me dijeron, Loca la de Locura, la calle es toda tuya. Me duele que se queden pellejos de esta vida pegados al seto de la celda. Es otra orden de desahucio. El hogar donde por tantos años he vivido, de pronto desaparece. Aquí he pagado con creces el robo del divino tesoro de mi juventud y ya es tarde para ablandar los garbanzos. Se abren los primeros portones. Ahí va Loca la de la Locura, con el alma pura. Pero más dura que una tiburona sin dientes, con las encías en llagas de tanto masticar la rueda apolillada de su destino turbio. Se abren los segundos portones. Y los inquilinos de Oso Blanco se encaraman como garrapatas para ver pasar a la Loca de la Locura por última vez, la que cantaba boleros en la jaula del despecho. Se abren los terceros portones. No se peguen que no es bolero, es Loca la de la Locura a paso de tango resentido con los callos adoloridos de tanto esperar. Se abren los cuartos portones … Carcamal y talcualita va caminando solita Loca la de la Locura, el recuerdo atrincherando las cajas de dientes carcomidas, angustiada entre pellejos y cutículas, sin navajitas de doble filo para suavizar los bosques intolerables de los sobacos ni los jamones invadidos por venas varicosas, muy ansiosa pero con gesto ecuánime, organizando pensamientos marchitos debajo de su calva mohosa, soñando que fue (que todavía es) más fresca que una lechuga, inalterada y fiel como una musa emborujada en magníficos chifones y volantes gitanos, acalorada y rebuscada sin fruncir el ceño más pálida que una magnolia encarcelada. Se abren los séptimos portones y la luz de la tarde deja ciega a Loca la de la Locura, clavada en el precipicio de la soledad, como diría mi madre, que en paz descanse. ¡A carta cabal! (238).
Hoy Manuel Ramos Otero ha vuelto a nosotros en sus descoloridas fotos en los antiguos muelles derruidos del río Hudson, en las vacilantes y entrecortadas grabaciones de sus últimas entrevistas, en los alargados y sueltos golpes irregulares y en staccato de la letra de sus postales y cartas escritas a mano, en su puño y letra, preservados en el nuevo archivo de documentos y papeles de Manuel Ramos Otero en la Universidad de Columbia. Pero, al igual que el teatro ambulante de movidas que son sus novelas, cuentos y poemas, estos rastros efímeros de lo que fueron su vida y obra no pueden, ni deben, ser fácilmente aprehendidos, codificados, fijados. Al contrario, como inquietos espíritus atrasados, estos rastros nos invocan hoy para exigirnos que ofrezcamos nuestros cuerpo y sangre—la buena tinta de nuestra sangre—para asumir y extender con ellos las abyectas rutas coloniales donde “las otras islas” de Puerto Rico y Nueva York, los otros cuentos colectivos y rizomáticos y las otras voces espectrales nos esperan en acecho como un asesino sigiloso e infalible que se sale siempre del marco de su pintura.
Traducción por Carlos Felipe Olivares y Arnaldo Cruz-Malavé.
Obras citadas
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