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Foto, Cocina al minuto (Unión Radio Televisión, 1948).

"No tenemos recetas para los alimentos del futuro"

Antonio José Ponte | University of California, Berkeley

"Muy buenas, amigos televidentes. Con ustedes una vez más, como siempre, 'Cocina al minuto' con recetas fáciles y rápidas de hacer". Este saludo no es mío. Pertenece al comienzo de un longevo espacio de la televisión en Cuba. Lo pronunciaba Nitza Villapol. Pero ya dicho, puedo darles a ustedes las buenas tardes, y agradecerles que estén aquí. Y agradecer, una vez más, al King Juan Carlos I de Spain Center por darme la oportunidad de hablar ante ustedes.

 

 

112 sm ponte 02En 1997, la publicación de un libro me hizo viajar por primera vez desde La Habana a Miami. Mi libro se ocupaba de la gastronomía cubana, aunque extendía los ejemplos más allá del caso nacional, hasta sociedades que atravesaban escasez y racionamientos de víveres, países en guerra o en posguerra. No se ocupaba exclusivamente de secretos nacionales, puesto que en la Cuba bajo régimen revolucionario habíamos llegado a preparados semejantes a los del París sitiado de la guerra franco-prusiana o a los de la Barcelona de la guerra civil. Las carencias cubanas podían encontrar semejanzas en ejemplos de los diarios de Virginia Woolf durante los bombardeos o en un apunte londinense del poeta italiano Eugenio Montale ante el escaparate de un comercio, durante las restricciones de posguerra.

Las comidas profundas era un librito sobre la imaginación cubana al comer, acerca de la imaginación puesta en aprietos a la hora en que faltan los ingredientes. No se trataba de un libro de recetas (aunque aparecen las instrucciones para fabricar un bistec de frazada) sino, más bien, un recuento de forrajeos y trapicheos, acerca de cómo el cubano sustituía con tal de comer. De cómo no encontraba un ingrediente y lo suplía por otro, de cómo fabricaba por aproximación.

Editado por el pintor Ramón Alejandro y con dibujos suyos, en sus páginas cabía la nostalgia, el anhelo por las comidas perdidas, y eso fue lo primero que percibieron los amigos y conocidos a los que me fui encontrando. De manera que me llovieron las invitaciones a restaurantes y fondas miamenses. Y no solo por el tema del libro, sino también porque también yo llegaba de Cuba y había que calmarme a toda costa el hambre vieja.

Así que emprendimos, mis viejos y nuevos amigos y yo, excursiones antropológicas hasta la friturita de malanga o el batido de anón. Y un mediodía me encontré almorzando en unos bancos rústicos a la sombra de unos árboles, alrededor de una casa semejante a un bohío pero que llevaba el nombre de "Palacio de los Jugos". Aquel palacio se alzaba junto a una autopista y entre los árboles podían distinguirse las cúpulas de una iglesia ortodoxa rusa. El lugar, con todas aquellas intersecciones, parecía quedar en un sueño o en un párrafo novelístico de Severo Sarduy. En él se intersectaban tantas líneas de la historia cubana: la choza de los primeros pobladores, la idea de un dios estadounidense—la carretera—y la idea de otro dios, eslavo, al que apelaban aquellas cúpulas en forma de cebolla.

Tantas intersecciones habían producido allí un punto de altísima concentración donde podían encontrarse todas o casi todas las comidas que hubiéramos dado por perdidas. Allí estaban, a un centenar de millas del país, las comidas con que soñaban los cubanos de la Isla. El exilio era, entre muchas otras cosas, una reserva gastronómica: la tierra de los ingredientes salvados y de las recetas que no se olvidan.

En Miami, entre cubanos, cualquier visitante habría estado expuesto a hospitalidades semejantes, más aun el autor de un libro dedicado a la cocina nacional. Y, puesto que en las sobremesas hablábamos de platos y llegábamos a detallar su modo de confección, no tardó en mencionarse el nombre de Nitza Villapol, que había cocinado delante de las cámaras de televisión, antes y después de 1959, en la abundancia pero también en la escasez. Y me hicieron ver en muchas casas, entre los potes de especias o encima de un refrigerador, las copias de Cocina al minuto que atesoraban.

112 sm ponte 03A partir de aquellos ejemplares del recetario de Nitza Villapol habría podido fecharse la salida al exilio de cada uno de esos amigos y conocidos. No es que hubieran cargado con el libro como Eneas cargó con Anquises y los penates al salir de Troya, sino que, lejos ya de Troya, se dieron a la búsqueda de un ejemplar que fuese exactamente la misma edición por la que alguna vez se guiaran. Pues Nitza había publicado sus recetas bajo ese mismo título durante más de cuatro décadas, y mientras unos cocinaban guiándose por la primera edición de su obra, que era puntillosa en especificidades, otros lo hacían por las menos exigentes ediciones posteriores.

Cada cubano metido a cocinero tenía en Miami su Nitza Villapol. Aquellos ejemplares eran, en su mayoría, ediciones piratas o simples fotocopias. De manera que si dentro del país sustituíamos para comer, en el exilio se fotocopiaban instrucciones. La cocina cubana se salvaba gracias a la sustitución y la fotocopia.

 

 

Nitza Carmen María Villapol Andiarena debió su primer nombre a un río de los Urales, tributario del Tura y navegable a todo lo largo: el Nitsa. Su padre, Francisco Villapol, comunista y admirador de la revolución de 1917, creyó que la grafía de ese nombre era fiel a la lengua rusa. Aunque, tal como quedó inscripto, con el cambio de s por z, no existe en ruso. Significa en hebreo capullo de flor. O es, en lengua griega, una de las formas de llamar a Helena.

La rama paterna de la familia había emigrado a Cienfuegos desde el pueblo de Villapol, en la provincia gallega de Lugo. El apellido de la madre de Nitza, Juana María Andiarena, provenía de Navarra o de Guipúzcoa. Nitza Villapol Andiarena nació en New York, el 20 de noviembre de 1923. Su madre había sido educada en una escuela de monjas dominicas en Texas. Su padre había salido de Cuba por razones políticas, según algunos para escapar de las atenciones de Gerardo Machado, ministro del Interior bajo la presidencia de José Miguel Gómez. Sin embargo, dos de sus hermanos eran gente de confianza del presidente Machado: secretario personal y mayordomo de palacio, respectivamente. (La colección de papeles de Gerardo Machado y Morales contiene varias cartas posteriores a 1933 entre el exdictador y ellos, y entre ambos hermanos, Manuel y Fernando Villapol.)

Juana María Andiarena y Francisco Villapol se conocieron aquí, en New York. Nitza recibió el bautizo católico en la Iglesia de la Anunciación, en Convent Avenue y la 131. En su certificado de bautismo, Francisco aparece como Frank. Juana María como Jane, tratamiento que le daban incluso sus amigos cubanos. Los más viejos recuerdos de Nitza eran de Washington Heights, de la calle 137. Su primera memoria gastronómica comprendía helados y dulces de marcas estadounidenses.

La familia Villapol Andiarena regresó a Cuba en julio de 1933, cuando faltaban unas pocas semanas para el fin de la dictadura machadista. Viajaron en el Orizaba. Un año antes, había saltado de ese mismo barco el poeta Hart Crane, desaparecido en las aguas del Golfo. Nitza tenía 9 años cuando llegó a La Habana. Su padre lloró cuando el Orizaba entró en la bahía.

El currículo de Nitza Villapol varía según las fuentes consultadas, aunque son noticias que no tienen por qué excluirse. Graduada de la Escuela del Hogar en 1940 y diplomada de doctora en Pedagogía en La Habana en 1948 según algunas fuentes, otras fuentes afirman que estudió Dietética y Nutrición en la Universidad de Londres a inicios de esa década. Es de suponer que no bajo la guerra. Aunque, cualquiera que haya sido la fecha, la escasez británica pudo enseñarle el arte de preparar menús con apenas ingredientes. (Se trataba de aquello que una deliciosa escritora de temas culinarios, M. F. K. Fisher, llamó en el título de un libro suyo how to cook a wolf.) Y parece seguro que en 1955 Nitza asistió a algún curso en la Universidad de Harvard y el Instituto Tecnológico de Massachussets.

La costumbre de coleccionar recetas, de copiar a mano secretos de cocina y de recortar los que se publicaban en diarios y revistas, debió conducirla, tarde o temprano, a componer un recetario propio. Durante 44 años ella sostuvo un programa televisivo donde enseñaba a cocinar. El espacio cambió de cadena y de frecuencia (diaria durante mucho tiempo, luego tres veces a la semana y, al final, únicamente los domingos), pero nunca su nombre, que es también el de su libro más difundido, con alrededor de 40 ediciones: "Cocina al minuto".

En el origen de ese título están una enfermedad—la poliomielitis—y un grupo de cubanos en New York entre los que se encontraba Pablo de la Torriente Brau. Nitza padeció de poliomielitis a los 22 años. Las secuelas de la enfermedad en su pierna izquierda hicieron que los médicos le recetaran la compra de un automóvil. Y esa indicación médica coincidió con la convocatoria para un espacio de cocina que lanzaba Gaspar Pumarejo, propietario de Unión Radio Televisión e iniciador de la televisión en Cuba, en 1950, y de la televisión en colores, en 1958.

Pumarejo fue conocido por las alianzas que estableciera entre televisión y comida. Acostumbraba a repartir fiambre entre los espectadores que asistían a los estudios de su cadena, y a causa de ello fue conocido popularmente como "El hombre del choripán". Nitza, que tenía un puesto de maestra y empezaba por entonces sus vacaciones escolares, decidió presentarse a la convocatoria de Unión Radio Televisión, calculando que se trataría de un empleo veraniego para la compra de su carro.

El 3 de julio de 1951, nueve meses después de la primera emisión televisiva en el país, Unión Radio Televisión emitió el primer programa de "Cocina al minuto". El título fue sugerido por la madre de Nitza, y venía del sobrenombre que le dieran a ella los amigos cubanos que la visitaban en los días de New York: "Janet cocina al minuto". Pablo de la Torriente Brau, el más recordado de ese grupo, bien pudo ser el autor del sobrenombre. Existe una carta suya a al padre de Nitza donde le habla de la hospitalidad de los Villapol Andiarena: "Consérvennos en buen estado 'nuestro cuarto'. Todavía, si andamos con un poco de suerte, puede ser que algunas veces vayamos a dormir a él y a leer, y a escribir. Y hasta a comer esas comidas sabrosas y relampagueantes que hace Janet".

Comidas relampagueantes: cocinadas al minuto. Lo que iba a ser solamente trabajo de un verano se extendió durante décadas. La hija de Jane o Juana María Andiarena preparó platos ante las cámaras de televisión durante 44 años. Quienes han escrito sobre ella suelen considerar su trayectoria con afán competitivo, lamentan que su récord de permanencia televisiva no fuese registrado en el Libro Guinness. El periodista Ciro Bianchi Ross contabiliza que, en su tiempo, únicamente el espacio "Meet the Press" de la cadena estadounidense NBC superaba a "Cocina al minuto". Y, según Bianchi Ross, nadie habría podido competir con Nitza en veteranía de conductora. Pues su más cercano contrincante, el periodista Lawrence E. Spivak, llevaba únicamente 27 años frente a los más de 40 suyos.

 

 

En otras cadenas televisivas abundaban también los espacios de cocina. Y no faltaban las autoras de otros recetarios. He leído algunos de esos libros, no he dado con otros, pero no quiero privarme de mencionar algunos de los sonoros nombres y apellidos de sus autoras: Ana Dolores Gómez, Nena Cuenco de Prieto, Carmencita San Miguel, María Radelat de Fontanills, María Antonieta de los Reyes Gavilán y María Teresa Cotta de Cal, autora de un manual de cocina con olla de presión. Ninguna de ellas, sin embargo, ha gozado de suerte tan larga como Nitza Villapol. Y una suerte así puede explicarse a partir de la decisión política tomada por Nitza.

Porque, a diferencia de su competidoras, cuando toda la televisión fue estatalizada por el régimen revolucionario, y se fueron del país el propietario de la cadena donde ella trabajaba y sus directivos, ella no movió ficha. Terminaron expropiadas las empresas que solían publicitar productos en su programa y en las páginas de sus libros, y a ella debió bastarle con este nuevo y único patrocinador: el Estado. Y cuando los ingredientes empezaron a desaparecer, ella aprendió a atenerse a las carencias.

"Las cosas empezaron a faltar", recordó en Con pura magia satisfechos. El documental, dirigido por Constante Diego, Adriano Moreno, Iván Arcocha y otros, es de 1983. Antes de que terminara esa década Nitza Villapol aprendería a no hablar de carencias en pasado y volvería a testimoniar desapariciones. "Las cosas empezaron a faltar": la frase podría ser el comienzo de una historia de terror, de una novela de fantasmas. "Unas faltaron de pronto", se le escucha en el documental, "y otras faltaron poco a poco. Lo primero, así, notable, que faltó, fue la manteca, la grasa".

Permanecer en Cuba la hizo única. Se esfumaron sus competidoras: habría que rastrear cada una de esas historias personales. "Yo no cambio el privilegio de haber trabajado en estos últimos 22 años por nada en el mundo", reconoció en 1983. Escritora, directora, guionista y conductora televisiva, se vio obligada entonces a una cocina despojada, frugal y sin adornos. Intentó componer, a partir de muy pocas existencias, el rancho más sabroso.

Nitza Villapol hizo tres cuartos de su carrera profesional en puro páramo. Fue ascética, pero también imaginativa. Abogó por un régimen de sustituciones, dado a las metáforas, y emprendió un arte hecho de atajos y de trucos. Los nuevos tiempos la hicieron cambiar su método de trabajo. "Sencillamente, invertí los términos", confesó. "En lugar de preguntarme cuáles ingredientes hacían falta para hacer tal o cual receta, empecé por preguntarme cuáles eran las recetas realizables con los productos disponibles."

Hizo la cocina por la que abogan hoy tantos maestros: cocina de estación. Aunque con la salvedad de que ella trabajaba en una estación única e interminable: no verano o primavera, otoño o invierno, sino estación de la crisis.

Debió soportar, junto a la economía estatal centralizada, los prejuicios del cubano al comer. Que pueden ser numerosos, como reconocieron tantos visitantes extranjeros y como puede leerse, por ejemplo, en un libro que escribiera Ernesto Cardenal luego de su visita a Cuba en 1970. El poeta y sacerdote nicaragüense hizo notar cuántos frutos eran desaprovechados al no entenderlos como alimentos para el hombre. Mientras el país vivía una crisis de abastecimiento, mucho de lo que se comía en tierras vecinas no era considerado comible por los cubanos.

"Cocina al minuto" enseñó a la teleaudiencia lo que ciertas cocinas latinoamericanas hacen con las cáscaras del plátano verde: una suerte de ropa vieja vegetal o falsa vaca frita. Dio a conocer nuevas adquisiciones de la acuicultura, como la tilapia. Recurrió al sofrito con agua en lugar de grasa, al picadillo de gofio y no de carne, a los huevos fritos en agua o leche o tomate. Insistió en la tortilla de yogurt porque no había otra cosa que echarle a los huevos batidos. Pero es falso que Nitza Villapol enseñara a hacer bistec de una frazada de limpiar el piso, y tampoco es suya la receta de la pizza de condones derretidos en lugar de queso. Las aberraciones de su culinaria, si las tuvo, no llegaron a lo indigerible.

Se ha dicho que ella integró la comisión que estableció las dosificaciones de la libreta de racionamiento. La acusación (porque se trata de una acusación) tiene base: Nitza debió ser consultada en tanto nutricionista. Ella pudo entender como justa aquella solución: las carestías no iban a significar desigualdades sociales, y con el esfuerzo de todos iba a alcanzarse la prosperidad que prometían los clásicos del marxismo.

La mayor parte de su vida profesional transcurrió bajo sospecha de apuntalar al régimen revolucionario y de justificarlo con la confección de sus platos. Conformista como fue (todo cocinero de estación es conformista), la acusaron de complicidad con el desabastecimiento. Aunque en este punto ella demostró mayor responsabilidad que las autoridades políticas.

Cierto que compartió el optimismo de la propaganda oficial, pero no trampeó. Quien quisiera hacerse por aquellos años una idea exacta de la economía del país habría hecho mejor en atender a "Cocina al minuto" que a los noticieros televisivos y cinematográficos. Pues, mientras estos últimos mostraban cosechas exitosas que muy dudosamente llegarían a los mercados, Nitza ponía al fuego estrictamente aquello que su ayudante Margot Bacallao veía descargar de los camiones de distribución.

 

 

112 sm ponte 04Juana Margarita Bacallao Villaverde, sin relación con la excéntrica musical Juana Bacallao, y conocida públicamente como Margot Bacallao, fue ayudante del programa televisivo "Cocina al minuto" durante 41 años, 3 meses y 5 días. Apenas tenía voz ante las cámaras, y se le conocía solamente por la peticiones de instrumental o de platos que Nitza le hacía. Recibía un tratamiento afrancesado, de cierto refinamiento: Margot por Juana Margarita. Era suyo todo el trabajo hecho fuera de cámara: preparativos, confección de un plato paralelo sobre el cual caían los créditos finales, fregado de trastos.

Nitza encaraba la cámara, se dirigía a los televidentes y, fuera de campo, Margot se afanaba. Era la Marta apenas distinguible al fondo de los cuadros de los viejos maestros, mientras que María escuchaba a Cristo en el grupo principal. Pero la justicia popular solía recompensarla, y le otorgaba el valor de la invención, haciendo de Nitza poco menos que una usurpadora. En esa versión de la leyenda, Nitza Villapol hablaba ante las cámaras porque tenía estudios y tenía labia, pero quien conocía de verdad de cocina era Margot.

No eran un dúo musical que acoplaban sus voces, no formaban una pareja de cómicos que compensaban sus torpezas y sus gracias, ni siquiera se turnaban para dar noticias en un noticiero: eran Nitza y Margot, la más extraña pareja de la televisión cubana. Extraña porque en ella persistía, en medio del igualitarismo impuesto por el nuevo régimen, los roles de mujer blanca empleadora y empleada doméstica negra. La callada Margot era como uno de los muebles de cocina estadounidenses con los que había comenzado el programa y que seguían ante las cámaras décadas después, cuando las tiendas del país solo alcanzaban a vender cocinas soviéticas y ollas de presión hechas en Santa Clara.

Lo mismo que Nitza, ella había llegado a la televisión debido a circunstancias médicas. Había perdido una hija a finales de los años 40 y, para combatir la depresión, su doctora le recomendó que trabajara y habló por ella con Gaspar Pumarejo. Margot trabajó primero como auxiliar de cocina de Dulce María Mestre en el programa "Telehogar" y luego fue destinada a "Cocina al minuto", cuando Nitza inició el programa.

En 2009, a los 88 años de edad, respondió a una entrevista de Juventud Rebelde. Nitza había muerto 11 años antes. De haberse encontrado con vida, nadie habría entrevistado a su asistenta. Las declaraciones de Margot confirmaron las conjeturas populares. "A Nitza no le gustaba cocinar", confesó, "la que cocinaba era yo". Y ya que antes hablé de la pintura de los viejos maestros, podría decir ahora que lo que habíamos apreciado como obra de Nitza Villapol era en verdad, en una adjudicación más rigurosa, obra del taller de Nitza Villapol.

Según Margot, Nitza la llamaba por teléfono y le preguntaba qué iban a cocinar, qué había en los mercados. Margot preparaba un plato y, media ahora antes de emitirse el programa, ambas se reunían y discutían. Nitza probaba y daba los toques finales, cambiaba algunos ingredientes. Maestra versada en nutrición y dietética como era, justificaba el plato con un discurso. Sus razones caían sobre aquel plato lo mismo que los créditos finales del programa.

Margot Bacallao apunta en esa entrevista de 2009 que en ciertas ocasiones, por encontrarse Nitza de viaje, ella condujo el espacio de televisión. Debió ser así, pero he intentado encontrar a alguien que recuerde una de esas ocasiones y no he dado con nadie que tenga esa memoria.

 

 

Una Nitza Villapol confiada de que los peores momentos habían pasado, hablaba en 1983 de la escasez generalizada y utilizaba el pretérito. Sin embargo, seis años más tarde, la pobreza iba a recrudecerse y cualquier optimismo se haría insostenible. Salvo el de la ideología oficial, pues la misma imaginación que había inventado la libreta de la bodega o el cordón de cafetales alrededor de La Habana o la estatua a la vaca lechera recordista y solitaria (hablo de Ubre Blanca), decretó la llegada del Período Especial en Tiempos de Paz.

Todo o casi todo era falso en esa frase. No había paz, sino represión sostenida. No existía nada de especial o singular en el aumento de la pobreza generalizada. Más bien el aumento de la pobreza era política de Estado, dada las negativas dictadas contra la iniciativa privada y la inefectiva economía centralizada. No se trataba de un período, y tampoco eran tiempos, sino la eternidad a la que aspira cualquier dictadura. Lo único creíble del nuevo calendario eran unas preposiciones: en, de.

En, de, el lenguaje llevado a lo únicamente creíble. Lenguaje de una pieza de Samuel Beckett.

Todo o casi todo desaparecía. A fines de los años ochenta o inicios de los noventa, un poeta anónimo cubano compuso un soneto que tituló Oda al Plan Alimentario. Algunas conjeturas apuntan al hoy escritor oficialista Guillermo Rodríguez Rivera como posible autor. Él lo ha negado y ha perdido así la oportunidad de hacerse de alguna pieza salvable para su mediocre obra poética.

El Plan Alimentario era uno más de los intentos por resolver el problema alimentario mediante planificación centralizada. Implementado a mediados de los años 80, alcanzó su apogeo en septiembre de 1990. Pretendía conseguir la autonomía nacional de producción agrícola y era resumible en tres puntos principales: expansión de tierra sembradas, tecnificación de la agricultura y movilización a las tareas del campo de decenas de miles de trabajadores urbanos.

Habían desaparecido por esa época los vegetales y frutas autóctonos que pocos años antes resultaban encontrables en los mercados libres agropecuarios. El discurso oficial, que tenía ya una magnífica excusa con el bloqueo o embargo estadounidense, obtenía otra explicación para cualquier desastre que se produjera: la desaparición del mecenazgo soviético. A esa misma causa, repartida entre diversos países de órbita soviética, achacó el sonetista anónimo la desaparición de frutas y vegetales.

Leo el soneto:

La yuca, que venía de Lituania,
el mango, dulce fruto de Cracovia,
el ñame, que es oriundo de Varsovia
y el café que se siembra en Alemania.

La malanga amarilla de Rumania,
el boniato moldavo y su dulzura,
de Siberia el mamey, con su textura,
el verde plátano que cultiva Ucrania.

Todo esto falta y no por culpa nuestra.
Para cumplir el Plan Alimentario
se libra una batalla ruda, intensa,

y ya tenemos la primera muestra
de que se hace el esfuerzo necesario:
hay comida en la tele y en la prensa.

Obra o no de Guillermo Rodríguez Rivera, el soneto reposa por partida doble en el absurdo. Al absurdo oficial de alardear de bienes que nunca llegarían a la gente, respondía el absurdo de remitir la cornucopia tropical—yuca, mango, ñame, café, malanga, boniato, plátano—a tierras como Siberia o Varsovia. La sátira desvelaba el absurdo de las excusas oficiales: si la causa de que no hubiera plátano o boniato estaba en los recientes cambios políticos en Moscú, ¿por qué no sostener que plátano y boniato eran autóctonos de aquellas tierras tan lejanas?

El Plan Alimentario, una variante más del fracaso económico del régimen revolucionario cubano, fue cancelado en 1993. Ese mismo año los directivos de la televisión estatal decidieron clausurar "Cocina al minuto". Margot se había jubilado antes. El retiro debió resultarle a Nitza un golpe contundente. Poco tiempo después cambiaron los directivos de la televisión (o cambiaron de idea los mismos directivos) y le pidieron que volviera. Pero ella no estaba en condiciones ya para ponerse ante las cámaras.

A su entierro, celebrado en 1998, asistió muy poca gente.

 

 

Resulta interesante comparar las distintas ediciones del recetario Cocina al minuto. Comparar, por ejemplo, una edición prerrevolucionaria y una posterior a 1959. Salta enseguida a la vista que la economía del nuevo régimen simplifica o hace imposibles las maneras anteriores. De una a otra edición desaparecen las especificidades, las marcas y los patrocinadores. Los huevos que exigen las recetas dejan de ser de La Dichosa, el arroz no es Gallo, el aceite no va a ser más de El Cocinero. Unos años después de 1959 no existe más que un productor y una marca: el Estado. Huevos, arroz y aceite cobran la calidad de los arquetipos. Y, dada su inalcanzabilidad, la calidad de los arquetipos platónicos.

A juzgar por el lenguaje utilizado, en esta nueva época ningún producto parecería obtenible mediante compraventa. Lo dan por la libreta de racionamiento, viene a la bodega. Lo dan: como si no fuera en venta, sino una donación benevolente. Viene a la bodega, como si el artículo tuviese autonomía de movimientos. La nueva economía logra que la comida entre en el ámbito de lo milagroso. Un litro de aceite comienza a ser algo así como un dios rubio que baja a la tierra. El país parece abastecerse en un tiempo desprovisto de conexión con el dinero. Es la emulación socialista entre brigadas lo que crea la comida, es el trabajo sin retribución alguna, voluntario, el que va a construir el socialismo.

Después de 1959, muchos ingredientes de aquellas primeras ediciones de Cocina al minuto parecían escritos en una lengua muerta indescifrable. Nitza debió desprenderse de ellos como si se tratara de detalles accesorios, de majaderías de la erudición culinaria. Tachó, con tal de reeditarse. Y agregó a las reimpresiones de sus recetas un ingrediente con el que antes no contaban: la ideología política. El lugar de la publicidad comercial empezó a ser ocupado por la propaganda de Estado. Y dispuso como epígrafe de las nuevas ediciones esta frase de Friedrich Engels: "trasguean las tradiciones en la mente de los hombres".

Se trata de un Engels oblicuo, no muy canónico, un Friedrich Engels casi hermanos Grimm, que habla de duendes hogareños. Pero lo importante (como sabía todo el mundo) era traer a cuento, por la razón que fuera, a tan pesante autoridad. La frase de Engels era como el sellito de Kim Il Sung en la solapa del traje que se vistiera. Que quien entrara a la cocina distinguiera a la entrada la inscripción de ese nombre. A lo que habría que añadir las declaraciones políticas puestas en el prólogo del libro.

Las ediciones prerrevolucionarias de Cocina al minuto se abren con páginas de publicidad comercial. Contienen dibujos de Raúl Martínez, quien luego será traductor de la iconografía revolucionaria al pop art, cultivador de un despecífico pop en el que figuran los retratos seriales de Fidel Castro o de Ernesto Guevara. La introducción en esas ediciones anteriores a 1959 brinda consejos acerca de cómo combinar un menú y ofrece propuestas de menús para dos semanas.

La edición de 1980 conserva ese prólogo, aunque le antepone uno más extenso e historicista y suprime las propuestas de menús. Evidentemente, a comienzos de la tercera década de la era revolucionaria resulta arriesgado ofrecer pronósticos económicos incluso para un par de semanas. Y un listado de menús dejaría ver la pobreza y monotonía reinante. Descartados las propuestas de menú y los reclamos comerciales, iban a suprimirse también los dibujos de Raúl Martínez entre receta y receta. Cocinar y comer se había hecho un ejercicio grave, de adustez.

Los libros de recetas culinarias tratan, no importa cuál sea su fecha de publicación, de seducir a los sentidos. Prometen delicias, abren el apetito, empujan al consumo. Si un eufemismo llama a las obras de literatura erótica "libros de una sola mano", los libros de culinaria podrían ser llamados "libros de las muchas puertas". Porque hojearlos inclina a abrir estantes, anaqueles, despensas, refrigeradores, neveras, hornos y microwaves.

Desde sus inicios, Nitza Villapol se preocupó poco de lo placentero. Fáciles y rápidas de hacer, avisaba de sus recetas al inicio de cada emisión televisiva. No apetitosas, no sabrosas. No había adjetivo alguno que apuntara al apetito. Las fórmulas de Cocina al minuto se preciaban de velocidad y viabilidad. Como si el móvil en sus comienzos, la necesidad de comprarse de un automóvil, dictase aquellas obsesiones. Como si el disgusto por tener que cocinar hiciera apurar el paso y salir pronto de allí.

Incluso las ediciones prerrevolucionarias de su recetario apelaban, antes que a una vida de goce, a una vida de correcta nutrición. Nitza no dejó por escrito demasiadas muestras de su entusiasmo por la comida. Si algún júbilo tuvo venía de un equilibrio vitamínico antes que de una consistencia o un sabor. Fue una maestra severa, había en ella poco de gustosa. Y en sus introducciones y recetas no hay que buscar más que simple prosa comunicativa: Nitza Villapol no es M. F. K. Fisher.

De todo lo anterior puede conjeturarse que no le costara demasiado pasarse al sermón político. En la edición de 1980, su libro agrega razones históricas a las razones nutricionistas. Una nueva introducción recorre la historia nacional de los alimentos. Y comienza por la afirmación de que los primeros habitantes del país habían alcanzado una cultura elevada en materia de alimentos, cultura que los conquistadores españoles no supieron aquilatar. Cocina al minuto se hacía, pues, anticolonialista. Con tal de acusar al imperio español, su autora inventaba para Cuba los refinamientos de un imperio azteca o inca. Para hacer ver la tremenda soberbia de los conquistadores, adjudicaba a siboneyes y taínos la cultura que no tuvieron nunca.

Cocina al minuto se hacía antimperialista al detallar los males del intercambio económico con Estados Unidos. La industria porcina yanqui (así la llama Nitza Villapol) separaba la carne de cerdo y sus derivados para la población estadounidense y dejaba a los cubanos la manteca. "Éstos", dice Nitza de los estadounidenses, "conocedores del valor de la carne de puerco como fuente de proteína, de alta calidad, y de vitamina B-1, vendían a Cuba, un pueblo casi analfabeto y por lo tanto en gran medida desconocedor de estas cuestiones de alimentación, y a sus gobernantes de turno nada interesados en la salud popular, una buena parte de la manteca que no consumían. Así, sin saberlo, el cubano contribuía a que sus explotadores pudieran comerse la carne de puerco y sus derivados como perros calientes, jamón, jamonada, etcétera".

En este esquema histórico, los cubanos comían sobras como esclavos domésticos, y la economía estadounidense invadía el país con manteca de cerdo, como si se tratara del agente naranja. Nitza Villapolresponsabilizaba al bloqueo (por embargo) estadounidense de todas de las carencias que existían en Cuba.

Cocina al minuto se hacía antimperialista, aunque sabía distinguir entre imperios. Condenaba al español y al estadounidense, pero cantaba las alabanzas de la harina de trigo y la amistad soviética. "Símbolo de alimento desde que el hombre comenzó a cultivar cereales, es para nosotros también una parte de la eterna deuda de gratitud hacia el pueblo de la Unión Soviética y otros países de la comunidad socialista que en los momentos más difíciles tendió su mano amiga".

Todo el que haya frecuentado recetarios sabe que, en su mayoría, son organizados a la manera de un menú, desde los aperitivos y entrantes hasta los postres y licores. El orden de un recetario es el mismo de una carta de restaurante, aunque más frondoso. Cocina al minuto, que en sus primeras ediciones podía leerse de esa manera, presenta luego una ordenación muy diferente. Comienza, no por los aperitivos, sino por las recetas de arroz, el plato base del comer cubano, y concluye, no en los postres, sino en diversas recetas de ajiaco. Se trata de una muy extraña cena, capaz de servir un sopón a continuación de lo almibarado.

La explicación de estas transformaciones reposa en ese nuevo ingrediente con que cocina Nitza Villapol, la ideología. Friedrich Engels y la alabanza soviética, el discurso tercermundista y la teleología nacional. El ajiaco, pieza central en ese discurso de la nación que se conforma, viene de una conferencia de 1939 de Fernando Ortiz, Los factores humanos de la cubanidad. En ella Ortiz había sostenido que Cuba era, como nación, un ajiaco:

La imagen del ajiaco criollo nos simboliza bien la formación del pueblo cubano. Sigamos la metáfora. Ante todo una cazuela abierta. Esa es Cuba, la isla, la olla puesta al fuego de los trópicos... Cazuela singular la de nuestra tierra, como la de nuestro ajiaco, que ha de ser de barro y muy abierta. Luego, fuego de llama ardiente, y fuego de ascua y lento, para dividir en dos la cocedura... Y ahí van las sustancias de los más diversos géneros y procedencias. La indiada nos dio el maíz, la papa, la malanga, el boniato, la yuca, el ají que lo condimenta y el blanco xaoxao del casabe... Los castellanos desecharon esas carnes indias y pusieron las suyas. Ellos trajeron, con sus calabazas y nabos, las carnes frescas de res, los tasajos, las cecinas y el lacón... Con los blancos de Europa llegaron los negros de África y éstos nos aportaron guineas, plátanos, ñames y su técnica cocinera. Y luego, los asiáticos, con sus misteriosas especies de Oriente... Con todo ello se ha hecho nuestro ajiaco... Mestizaje de cocinas, mestizaje de razas, mestizaje de culturas. Caldo denso de civilización que borbollea en el fogón del Caribe.

Siguiendo esta observación, Nitza Villapol fija el nacimiento de la cocina cubana en el momento en que el cocido español pierde en Cuba los garbanzos y se convierte en ajiaco. Fernando Ortiz propone una metáfora y Nitza la data históricamente. Según ella, existe una cocina cubana desde que existe ajiaco, desde que el cocido español pierde sus garbanzos. El ajiaco es, en los fogones, el grito independentista de La Demajagua.

Cocina al minuto reserva sitio de culminación al ajiaco porque es recetario interesado en justificar un nacionalismo, no en planear simples cenas. En sus reencarnaciones posteriores a 1959, el libro de Nitza Villapol intenta una teleología no muy distinta a la de Cien años de lucha, el discurso que Fidel Castro pronunciara el 10 de octubre de 1968. Teleología no muy distinta a la de Ese sol del mundo moral, el volumen donde Cintio Vitier historiara una ética de la nación.

 

 

El ajiaco está en el centro de una de las tres historias que el guionista y director Arturo Infante reunió en Gozar, comer, partir. En la segunda historia de ese cortometraje filmado en La Habana en 2006, tres mujeres empiezan a comer del ajiaco que una de ellas ha hecho. La que lo cocinó y una amiga prueban las primeras cucharadas e intercambian noticias gastronómicas. La anciana madre de la primera no toca su plato, sino que mira fijamente un vaso de cristal que tiene delante. Un vaso vacío.

"Ay, a este ajiaco le falta algo", dice quien lo cocinó.

La amiga pregunta si le puso comino. Comino, ajo, cebolla, ají, un pedacito de carne de puerco, unas postas de pollo que quedaban de ayer: todo eso fue a la olla.

"Y hasta un chorizo entero", confirma la cocinera.

"¿Chorizo?", la amiga alarga los vocales como si no pudiese creerlo. "¿Pero chorizo de verdad o chorizo de mentira?"

Porque en un mundo de sustituciones hay que asegurarse de con quien tratamos. La cocinera avisa que un chorizo de verdad, y pasan a enumerar los otros ingredientes: maíz, boniato, malanga, yuca, unos chatinos de plátano, calabaza.

"Bueno", resume la amiga, "tiene de todo".

La anciana no entra en el diálogo, pero hace algún que otro comentario cuando escucha hablar de lo que le gusta.

"Me encanta el chorizo", declara para nadie. Y sigue con la vista fija en el vaso vacío.

"¿Tú te acuerdas, Yolanda, de aquellos chorizos que vendían antes?", pregunta la amiga invitada.

"¿Antes, cuándo?"

"Antes."

"¿Antes antes o antes?"

Porque es preciso fijar la franja histórica de la que se habla. Podría tratarse de antes del llamado Período Especial en Tiempos de Paz, aunque todavía en época revolucionaria. O podría tratarse de antes antes: antes del Período Especial en Tiempos de Paz y antes también del triunfo de la revolución de 1959.

"Antes", aclara la amiga. "Antes, antes, antes".

El esfuerzo de recordar algo tan lejano o la potencia del ajiaco la hace pasar por un momento de sofocación. Se libra del paro cardíaco gracias a un vaso de agua, a despojarse de la ropa de abrigo. Momento que la anciana para atacar el vaso: le cae a mordiscos, lo deja mediado.

La visitante queda horrorizada.

"Es el tercer vaso que se come en este mes", contabiliza la hija.

La visitante pregunta por qué lo hace. ¿Por hambre? La hija lo niega: en esa casa nunca ha faltado la comida. La proteína, dice. Quiere decir, la carne.

La anciana, a la que su hija le ha arrebatado lo que queda del vaso, declara entonces: "Lo mío no es hambre. Es carcomilla".

Su hija cuenta cómo, unas madrugadas antes, la despertó un ruido que venía de la sala y allí se encontró a su madre que roía un Buda de adorno. Una de esas figuritas sonrientes y panzudas del dios de la buena fortuna, un Budai chino.

La amiga recomienda que le destine un vaso de aluminio, y cuenta que a ella le pasó lo mismo con una de sus hijas. Pero el caso requiere solución más inmediata y la hija forcejea hasta quitarle a su madre la dentadura postiza.

"Mañana por la mañana, a la hora del desayuno, yo te los devuelvo", le promete.

Y dice a la amiga: "Tengo que hacerle así, hija, porque si no, se levanta de madrugada y me acaba con la casa. Cualquier día me come a mí".

Ambas vuelven a concentrarse en el ajiaco.

"Ay, chica, pero yo siento que le falta algo", insiste la que lo cocinó.

"¿Pero algo como qué?"

"No sé, algo."

Dos historias han venido a reunirse a la mesa de este cuento de Arturo Infante. Falta un ingrediente en el ajiaco y una anciana tiene, no hambre, sino carcomilla. ¿Qué es carcomilla? El término parece relacionado con carcoma, con carcomer. Carcoma es, además de diversas especies de coleópteros que devoran la madera, un "cuidado grave y continuo que mortifica y consume a quien lo tiene".

De ahí la mirada de mortificación que la anciana concentra en el vaso que, al primer descuido de su hija, devora. No es hambre, porque el hambre bien que podría calmarla ese plato de ajiaco que le han servido y cuanto queda en la olla puesta sobre la mesa. Lo suyo va más allá: es mortificación, es consunción. El origen de su mal tiene que ver con aquella época de los chorizos recordados por la amiga de su hija. Con un antes, antes, antes. Con un antes, antes, antes, donde debió quedar olvidado el ingrediente que falta a este ajiaco de la restauración.

No importa cuánto se atenga uno a la receta original, dice el caso de la hija: siempre parecerá que a lo servido le faltara algo. Algo que no sabemos, aunque sí que lo sepamos irremediablemente perdido. Algo que no sabe en el plato, una ausencia que intranquilizará cualquier almuerzo o comida. La desazón por una sazón que falta.

No importa con cuánta comida se cuente, dice el caso de la anciana madre: no se trata de un asunto de comida. Se trata, por el contrario, de falta de confianza en la comida. De falta de fe en todo aquello que, como dijera la novelista fantástica Nitza Villapol, una vez empezó a desaparecer. Se trata de lo imposible que resulta la vida en un después, después, después.

Arturo Infante eligió, nada inocentemente, ajiaco. De manera que es a la nacionalidad cubana a la que siempre le falta algo y es la nacionalidad cubana la que no alcanza a sostener cuando lo que se tiene no es hambre, sino carcomilla.

 

 

En 1989 o 1990, el periodista estadounidense Tom Miller visitó a Nitza Villapol en su apartamento del Vedado. Habló con ella durante horas e incluyó esa visita en el volumen Trading with the Enemy (Atheneum, Macmillan Publishing Company, New York, 1992). Nitza tenía aspecto descuidado, el pelo sin teñir y en unos años cumpliría 70 años. Parecía muy cansada. Tres o cuatro años más tarde le cancelarían su programa televisivo. Cuidaba de su madre nonagenaria, incapacitada para hablar y caminar. No tenía otra familia, no tenía amigos.

"Diez millones de personas creen que me conocen", se quejó. "Pero en mi vida personal no soy feliz. Estoy sola. Hago el trabajo de la casa. Limpio esta dichosa casa y friego los platos. Eso es lo que hago. Odio fregar los platos".

En el fregadero, como pudo comprobar Miller cuando ella le ofreció un jugo de toronja recién hecho, estaban los platos sucios de toda una semana. Alrededor del fregadero, ollas y sartenes sin limpiar, latas abiertas, sobras de comida. Nitza avisó que los fines de semanas se encargaba de todo aquello, y deslizó su propósito de contratar a alguien que se ocupara de hacerlo.

No muy distinto que el estado de aquella cocina o de su vida personal era el de la carrera de toda una vida. Por más de cuarenta años había predicado en el desierto, había arado en el mar.

"Los cubanos arruinan la comida. Me importa un bledo ya. Lo único que quieren es puerco, plátanos fritos y arroz. No van a cambiar sus hábitos alimentarios. Comen lo que quieren, no lo que es sano. Es muy frustrante: yo pensaba que iba a cambiarles esos hábitos."

No obstante, afirmaba amar su trabajo en la televisión. Le gustaba comunicarse con el público, le gustaba enseñar. Era, al fin y al cabo, una maestra. Tom Miller echó una ojeada a los estantes de libros—recetarios, tratados sobre nutrición, literatura—y ella destacó dos títulos publicados en Estados Unidos a fines de los cincuenta: Elena's Secrets of Mexican Cooking de Elena Zelayeta y Love and Knishes de Sara Kasdan.

Sobre una mesa de trabajo había una Remington. La conversación entre ellos había pasado del español al inglés y luego al español. Nitza hablaba un inglés fluido y sin acento, el de su infancia neoyorkina. Tenía en el dormitorio un radio donde oía la BBC y algunas estaciones de onda corta de Canadá y del Caribe anglófono. Por las ventanas se veían los jardines de la casona contigua, la sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC).

"La UNEAC es una porquería", soltó ella. "Y yo tengo que ver ese edificio todos los días de mi vida. Durante cuarenta años he hecho radio, he hecho televisión y cine. He escrito más de un libro y una cantidad incontable de artículos. Y cuando solicité la membresía, ellos no quisieron admitirme. Dijeron: tú eres una artista de televisión, no una escritora".

Miller asegura en su libro que si la ventana hubiera estado abierta, el jardín no se habría salvado de una escupida suya.

Nitza Villapol no era, para la escrupulosa Unión de Escritores y Artistas, ni artista ni escritora. Pese a ello, su libro más conocido era impreso continuamente fuera de Cuba en ediciones piratas, y era el único autor residente en el país que podía alardear de esas dudosas atenciones. Pues del mismo modo que una editorial estatal cubana publicaba El Monte de la exiliada Lydia Cabrera violando las leyes de propiedad y la voluntad de su autora, Cocina al minuto se reeditaba y traducía al inglés (con el título The Cuban Flavor) sin contar con Nitza.

"Esa gente se roba mi trabajo", denunció. "Yo no he recibido un centavo por esos libros. No me gusta esa gente que dejó Cuba. Son, con muy pocas excepciones, unos mezquinos. La pequeña burguesía en la comunidad de Miami, ellos tienen mis libros y siguen mis recetas. Me ofenden. Los odio".

A cierta altura de la conversación, se preguntó si acaso él no la vería como una fanática política. Le aclaró que no era militante del Partido Comunista, pero que se identificaba con el Partido Comunista. Y con Fidel Castro, por supuesto. Y con el verdadero camino que había tomado Cuba, pese a todas las dificultades pasadas y las que vendrían.

Hace poco le habían informado que desde inicios del año, en unas semanas, ya no habría detergente en el mercado. El país no podría seguir importando detergente. Pero se fregaría con jabón, ella recordaba los tiempos en que se fregaba con jabón. Y si acaso faltaba el jabón, utilizarían la hoja del maguey, que soltaba un líquido jabonoso y cuya fibra era una suerte de estropajo. El maguey era un árbol que daba, a la vez, detergente y cepillo.

En medio de su cocina regada y sucia (una cocina sin Margot), Nitza Villapol no dejaba de jugar a las sustituciones y adelantaba jugadas como una veterana ajedrecista.

 

 

La frase que cité en el título de esta charla—"No tenemos receta para los alimentos del futuro"—fue escrita por Karl Marx. Quien no hablaba, por supuesto, de cocina. Tampoco lo hacía Lenin cuando indicaba que no podía hacerse una tortilla sin romper huevos. Ni el historiador marxista Eric Hobsbawn cuando, con una frase hecha del inglés, achacaba las fugas de alemanes orientales hacia Occidente al hecho de que esos no habían aguantado el calor de los fogones.

No hablaba de comidas Fidel Castro cuando, en 1953, desde su cómoda prisión escribió: "Como soy cocinero, de vez en cuando me entretengo preparando algún pisto. Hace poco preparé un bistec con jalea de guayaba. Hoy me mandaron los muchachos un potecito con ruedas de piña en almíbar. Y mañana comeré jamón con piña. También preparo spaghettis o tortilla de queso. Cuelo también un café delicioso".

No debería entenderse como gastronomía la receta personal de langosta que el mismo Castro ofreciera a un entrevistador extranjero. Porque no había en ese plato langosta alguna, sino poder. Allí estaba, no la langosta, en su salsa, sino el poder en su salsa, espesándose. El poder de inventarse un pisto o un bistec con jalea de guayaba en plena prisión. El poder de cocinar langosta en tanto el populacho sustituía y se arreglaba con porquerías.

Una historia sin confirmar (la niega una biógrafa suya y la da como verdadera David Priestland en su historia política y cultural del comunismo) cuenta que Ho Chi Minh, joven y ayudante de cocina, coincidió en las cocinas del hotel Carlton de Londres con Auguste Escoffier. El gran chef se fijó en el trabajo que hacía y le ofreció su patrocinio con la condición de que abandonase sus ideas revolucionarias. Ho Chi Minh aceptó aprender el arte de la pastelería, que debió ser para él (parafraseo a Von Clausewitz) la continuación de la revolución por otros medios.

Marx, Lenin, Hobsbawn, Castro, Minh no hablaban de comida cuando hablaban de comida. Pero el hombre negro y fuera de sí que aparece en un video filmado el 1 de mayo de 2009 en La Habana era de comida de lo que hablaba. Pánfilo, le decían. Su nombre era Juan Carlos González. Estaba fuera de sí, borracho, por él hablaba el alcohol, de otro modo no se habría atrevido. Pánfilo interrumpió una entrevista callejera que hacían sobre música para dirigirse a la cámara y hacer su reclamo.

"Jama, jama, aquí lo que hace falta es jama".

Jama, comida. Se llevaba la mano derecha a la boca para hacerse entender allí donde fuera a parar aquella grabación. La escena fue reproducida muchas veces, se hizo viral. La policía política cubana quiso saber quién estaba detrás de aquella provocación. Lo condenaron a dos años de cárcel, lo hicieron pasar por un hospital psiquiátrico. La última vez que leí noticia sobre él, hace unos meses, Juan Carlos González planeaba irse a vivir a Miami, acogido a un programa de refugiados políticos.


Antonio José Ponte (Matanzas, Cuba, 1964) Poeta, ensayista y narrador. Ha publicado, entre otros títulos, Las comidas profundas (Deleatur, Angers, 1997), Asiento en las ruinas (Renacimiento, Sevilla, 2005), In the cold of the Malecón & other stories (City Lights Books, San Francisco, 2000), Cuentos de todas partes del Imperio (Deleatur, Angers, 2000), Un seguidor de Montaigne mira La Habana/Las comidas profundas (Verbum, Madrid, 2001), Contrabando de sombras (Mondadori, Barcelona, 2002), El libro perdido de los origenistas (Renacimiento, Sevilla, 2004), Un arte de hacer ruinas y otros cuentos (Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2005), La fiesta vigilada (Anagrama, Barcelona, 2007) y Villa Marista en plata. Artes, política, nuevas tecnologías (Colibrí, Madrid, 2010). En 2013 ocupó la Andrés Bello Chair del King Juan Carlos Center de New York University. Y actualmente es Writer in Residence en la Universidad of California, Berkeley. Reside en Madrid, donde vicedirige el diario on-line Diario de Cuba (www.diariodecuba.com).